¿Qué se bailaba en España en los siglos XVIII y XIX?

‘El minué’ de Giandomenico Tiepolo.
Museu Nacional d’Art de Catalunya

Engracia María Rubio Perea, Universidad de Málaga

Con la culminación de la tercera temporada de Los Bridgerton, la fascinación por los bailes en sociedad de los siglos XVIII y XIX ha resurgido entre los espectadores. Estos eventos sociales, llenos de gracia y elegancia, no solo eran una forma de entretenimiento, sino también un reflejo de los valores y las estructuras sociales de su tiempo.

Uno de los múltiples bailes de la segunda temporada de Los Bridgerton.

En la España de 1700, la llegada a la corte de Felipe V, el Animoso, el primer rey de la Casa Borbón, provocó un cruce de identidades entre la danza francesa y el surgimiento de danzas populares de carácter español que se introducían en ámbitos cultos. El baile y la danza forman parte, sin ir más lejos, de la que se ha conocido como la “invasión” cultural europea que protagonizó Francia durante el Siglo de las Luces.

Origen de los bailes

Desde sus orígenes entre las élites de la Edad Media, el baile ha estado presente en todos los sectores de la sociedad. Sin embargo, son escasos los tratados especializados escritos en español y las fuentes existentes no buscan la descripción minuciosa de los bailes.

No obstante, el estudio de las voces o términos de la danza, su aparición en fuentes documentales y su introducción en los repertorios lexicográficos permite establecer un mapa de las relaciones culturales e incluso políticas entre pueblos y naciones.

La influencia francesa nos deja numerosos préstamos en los diccionarios de la Real Academia Española a lo largo de los siglos XVIII y XIX. La contradanza (1729) y el paspié (1737) son dos de los primeros bailes que el Diccionario de autoridades recoge y define como voces “nuevamente introducidas”.

Les sigue la voz minué (1803), nombrada ya en la acepción de paspié, que, sin embargo, no se incorpora hasta la cuarta edición del Diccionario de uso. El diccionario de Terreros de 1787 sí que la incluye antes en su repertorio de términos especializados con la variante formal minuete.

Posteriormente, los diccionarios académicos se harán eco de voces de otros bailes afrancesados –no por ello de aparición más tardía– como gavota (1852), cotillón (1884) o vals (1843), que, a pesar de su origen alemán walzer, debió ser introducido por la influencia extranjera.

Un grupo de personas baila en una escena campestre.
Baile campestre, de Antonio Giuseppe Barbazza.
Museo del Prado

Junto a estos bailes de movimientos graves, elegantes y virtuosas figuras formadas por grupos de bailarines, se prodigan otros bailes populares que llaman la atención de foráneos por sus gestos vivos, alegres e incluso sensuales. El fandango (1732), bailado ya en Nueva España, el bolero (1817) o la seguidilla (1884) son algunos de ellos.

Figura del maestro y primeros tratados

Pero ¿cómo se aprendían estos bailes en la sociedad de la época?

La figura del maestro de baile se había hecho esencial en el siglo XVII. El primer tratado de danza escrito en España por Juan de Esquivel Navarro, Discursos sobre el arte del Dançado (1642), es un elogio a su maestro Antonio de Almenda –que había enseñado a Felipe IV– y a las escuelas de danza.

Además de ofrecer una descripción de la ejecución de los pasos de la danza española, el tratado detalla aspectos sociales propios de la época: cómo enseñaban los maestros, de qué manera debían comportarse los discípulos, cómo eran las lecciones o cuál era el estilo del baile. De este modo, quien tenía escuela enseñaba un repertorio fijo que el alumno aprendía y repasaba en cada una de sus clases, mientras se corregían los fallos.

El cambio dinástico de comienzos del XVIII y la irrupción de la danza del país galo traen consigo la proliferación de tratados de danza “a la francesa” traducidos al español, así como a otras lenguas europeas. Los de Ferriol Boxeraus y Minguet e Yrol son los más conocidos. Ambos se publican en la primera mitad del siglo y tienen como objetivo enseñar los pasos de las danzas francesas que tanto éxito tenían en la Corte a quienes no podían permitirse un maestro particular.

Fundamentalmente, enseñaban el minué, indispensable para entrar en cualquier sarao o festín, e invitaban a excusarse con buenos modales para el resto de los bailes, que no era obligado conocer.

Grabado en el que se reproduce un baile mientras decenas de personas observan desde los balcones que rodean la pista.
Baile en máscara, grabado de Juan Antonio Salvador Carmona que reproduce el óleo de Luis Paret y Alcázar.
Museo del Prado

Mientras Ferriol no habla de las danzas españolas, Minguet dedica un Breve tratado a los pasos de danzar a la española y afirma:

“Todos estos pasos se pueden hacer en las danzas extranjeras, siguiendo el compás, y sus figuras, y en particular las seguidillas, que es el baile español que hoy se estila: también se pueden ejecutar en ellas los pasos de las dichas danzas extranjeras”.

A pesar de que los maestros de danza en España no eran muy proclives a dejar sus enseñanzas por escrito, a diferencia de los del resto de Europa, los tratados de Joseph Ratier, Roxo de Flores y Cairón dan muestra de la recepción del estilo francés y tratan de reflejar un mapa de los bailes de España antiguos y modernos.

También se detecta un incremento de las noticias sobre el baile y la danza publicadas en los periódicos de la época, como el Diario curioso, erudito, económico y comercial, donde no faltan los anuncios de maestros de baile para enseñar a danzar a la francesa o a la española.

Eventos sociales y su práctica

No hay duda de que el baile era una herramienta social. El tratado de Ferriol dedica uno de sus capítulos a las normas y etiqueta de los saraos de la corte francesa en España.

Pero si queremos saber cómo eran los ceremoniales en la época, los diarios y gacetas ofrecen una información heterogénea de estas fiestas, ya que, junto a los bailes en la corte, también se prodigaban los bailes privados y los bailes al aire libre. Estos podían tener lugar tras una gran cena, recepción o jornada festiva, solían durar hasta el amanecer y en ellos se servían refrescos. Esas publicaciones permiten saber la fecha, la duración o el lugar de celebración de los eventos.

Otros escritos, los relatos de viaje, aportan descripciones más precisas. En ellos cobran especial importancia bailes como el fandango o la seguidilla, que llaman la atención de los viajeros franceses por su carácter sensual.

En España, en principio, se mantuvo la convivencia entre la danza francesa y la española. Sin embargo, la influencia gala no fue del agrado de todos y no faltaban las voces que reivindicaban los bailes españoles por su carácter alegre y natural.

En cualquier caso, es indiscutible que los bailes afrancesados o españoles, serios o graciosos, graves o atrevidos, formaron parte del sentir de un pueblo y tuvieron una función esencial en la sociedad de la época. Es misión de todos que no queden en el olvido. Y es que, como Lope de Vega afirmaba en El maestro de danzar:

“Verdad es que es el danzar

el alma de la hermosura”.

Engracia María Rubio Perea, Profesora e investigadora de Filología Hispánica, Universidad de Málaga

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