En los últimos tiempos, parece que la televisión pública ha encontrado un nuevo enemigo a batir: El Hormiguero, el popular programa conducido por Pablo Motos. Pero no se trata de una batalla entre formatos o audiencias, sino de una lucha que tiene mucho más trasfondo político de lo que parece a simple vista. Los defensores del Gobierno de Pedro Sánchez han visto en El Hormiguero una amenaza que, al parecer, requiere medidas drásticas… y millonarias.

Así ha surgido La Revuelta, un programa que la ruinosa TVE ha lanzado en horario prime time con una inyección económica considerable, pagada, por supuesto, con el dinero de todos los contribuyentes. Lo curioso es que el programa está dirigido por David Broncano, cuyo estilo y profesionalidad son incuestionables, pero la verdadera pregunta es: ¿era necesario un despliegue de esta magnitud? ¿Realmente La Revuelta pretende aportar algo nuevo o es solo un contrapeso a El Hormiguero porque este último no aplaude las políticas de Sánchez?

Si uno sigue de cerca los debates en torno a estos programas, los acólitos del Gobierno no han dudado en celebrar el “éxito” de La Revuelta, que ha visto un incremento repentino de más de un millón de televidentes, un fenómeno que, cuanto menos, levanta sospechas. Resulta llamativo cómo esos mismos defensores critican a El Hormiguero por sus invitados, tachándolos de irrelevantes, mientras elogian a figuras presentadas en La Revuelta como si fueran la cúspide de la novedad. Uno de estos ejemplos es el del cirujano Diego González, un profesional que ya ha aparecido en El Hormiguero en dos ocasiones, mostrando en directo su innovadora técnica de cirugía en África mediante un camión equipado como quirófano móvil. Pero claro, en el universo de los defensores del relato oficial, es como si su paso por El Hormiguero nunca hubiera existido.

Esta situación no deja de ser irónica y revela una estrategia evidente: cuando las risas y los aplausos no van dirigidos al presidente, entonces se utiliza la televisión pública para crear una alternativa, por muy costosa que sea. Y aunque Broncano sea un profesional incuestionable, no deja de ser incómodo que su programa esté siendo utilizado en esta particular «guerra mediática».

Lo que queda claro es que, más allá de los números y las audiencias infladas, la verdadera lucha es otra: el control del relato. El Hormiguero ha cometido el “pecado” de no reír las gracias del presidente, como tampoco lo hizo con anteriores gobiernos. Y, como respuesta, millones de euros de los españoles se han destinado a combatirlo, no en un duelo justo entre dos formatos televisivos, sino en una lucha desigual donde la televisión pública cuenta con el respaldo económico del Estado.

Al final, más allá de las disputas entre cadenas y presentadores, lo que queda es una sensación amarga de ver cómo se utilizan los recursos públicos para librar batallas personales que nada tienen que ver con los intereses reales de los ciudadanos. Y así, mientras algunos aplauden con las orejas y otros inflan cifras, el espectáculo continúa.


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